Cuando me mudé de la ciudad al pueblo de mis abuelos, empecé a conocer jóvenes de mi edad que, aunque nos llevábamos bien, no siempre compartíamos los mismos intereses. A ellos les encantaba salir por las noches, visitar sitios abandonados y emprender viajes bastante extraños. Muchas veces me negué a acompañarlos, pero debo confesar que me generaba un poco de intriga.
Ana, Samuel y José me dijeron una noche que saldrían a un bar que quedaba a las afueras del pueblo, como tenía tanto tiempo sin divertirme y pasar un rato agradable con ellos, acepté. Aquí es donde me equivoqué.
Al ver hacia dónde manejaba Samuel el auto de su padre, me di cuenta que íbamos camino al cementerio. Les grité, les pedí que me dejaran irme a casa, pero ninguno me escuchó. Todos se reían de mi temor, así que decidí intentar vencerlo, visitando el lugar.
Samuel estacionó el auto justo en la puerta, por si debíamos salir corriendo, Ana y José entraron de primeros y yo seguí tras ellos. “No me dejen sola”, les pedí muchas veces. Caminamos y caminamos por el cementerio, hasta que en un momento Samuel escuchó algo. “¿Lo oyen?”, “¿escuchan?”, nos preguntaba. Todos afirmaban nerviosos pero entusiasmados a la vez, yo no había escuchado nada y comenzaba a preocuparme.
Seguimos caminando pero, en un momento, los tres comenzaron a correr de regreso, Samuel exclamó gritando “ahí viene, corran”. Los veía correr y no sabía qué hacer, intenté hacer lo mismo pero los nervios me dejaron ahí, totalmente paralizada.
Cuando volteé mi cara vi una luz blanca, muy resplandeciente, que se acercaba rápidamente. Solo recuerdo gritar y seguir gritando. Esa luz se apoderó de mí y de mi ser.
Ahora vivo en el cementerio y me encargo de alejar a las personas que vienen a molestarnos. No querrás dar un paseo por aquí, ¿verdad?